Quizás ya todos somos replicantes (una nota al pie tras ver 2049)
Quizás nunca fuimos otra cosa que replicantes.
Quizás,
y desde el comienzo, los papeles estaban ya asignados y la única
elección posible era qué hacer con ese papel que a uno le había sido
dado sin haberlo elegido.
Tras el estreno en 1982 de Blade Runner, una de las dudas que surgieron sobre el film es si el personaje de Rick Deckard, interpretado por Harrison Ford, es él mismo un replicante (me pregunto, de pasada, si es sólo casualidad el parecido fonético con el nombre del filósofo que duda de su propia existencia, René Descartes). A este respecto, en una entrevista realizada a Rutger Hauer, que interpretó a Roy Batty, antagonista y en cierto modo alterego de Deckard, salió al paso de la polémica diciendo que en realidad no importaba si Deckard era un replicante o no, lo importante es que aún si fuese humano, se comporta como una máquina.
Máquinas
con sentimientos humanos («es toda una experiencia vivir con miedo,
¿verdad?»); humanos que actúan como máquinas («no es agradable, pero
forma parte de mi trabajo» dice Deckard a Rachel depués de que ella le
haya salvado la vida disparando a uno de los Nexus 6 prófugos, «yo no
estoy en ese trabajo», contesta ella, «yo soy ese trabajo»).
Arbitrariedad,
pues, que decide la separación entre sujeto y objeto, entre humano y no
humano. Arbitrariedad radical que decide quién debe vivir y quién debe
ser retirado.
Pero también al contrario, hay una clara inversión de papeles entre humano y replicante en el tramo final de Blade Runner: de un lado, Roy rompe con la lógica que había seguido su personaje a lo largo del metraje, salvando a Deckar, quizás por amor a la vida, más allá de la suya propia, en uno de los momentos más memorables de la historia del cine, que culmina en aquel formidable monólogo «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais»; de otra parte, Deckar, el cazador de replicantes, huye con Rachel, negándose a cumplir su papel de blade runner, bajo la voz en off de Gaff, el policía aficionado a los origamis: «Lástima que ella no pueda vivir. Pero quién vive».
¿Qué es realidad, qué artificio, qué ficción? ¿Quién es humano, quién replicante? ¿En qué se distinguen los seres únicos e irrepetibles de los fabricados en serie? ¿Es legítimo el asesinato de una vida creada artificialmente, si se llama "retiro"? ¿Quién es libre, y quién esclavo? Juego de mutuas referencias, laberinto de separaciones (arbitrarias), espejos que se interpelan los unos a los otros.
Todos estos elementos vuelven a aparecer en 2049, si bien bajo una nueva perspectiva. En esta digna (aunque no perfecta) secuela/extensión de Blade Runner,
ya en los 10 primeros minutos de metraje se nos informa de que el
protagonista, K., es a la vez un replicante y un blade runner. Toda la
trama, una investigación sobre acontecimientos ocurridos 30 años atrás,
estará conducida por la necesidad de K. de encontrar (o, más bien,
construir) su propia identidad.
Ese juego de conceptos cruzados, que
ya aparecía en el film originario, vuelve a entrar en escena. Podemos
nombrar (sin desvelar elementos de la trama de 2049)
a Joi, la novia del protagonista, interpretada por Ana de Armas, que es
un holograma programado para servir y atender los deseos de K., y a una
jefa de la policía, la teniente Joshi, encarnada por Robin Wright, que
más parece una deshumanizada máquina sin escrúpulos. A lo largo de la
película, son los pellejudos
quienes más firmemente expresan sentimientos: así es que el único
personaje que dice «te quiero» es la novia electrónica de K., y es a los
replicantes a quienes vemos llorar; por el contrario, los humanos
actúan maquinalmente, ejecutando con frialdad planes que les son
sobrevenidos (así la jefa de la policía, así el taller clandestino donde
decenas de niños trabajan como mano de obra esclava, y así también el
personaje de Wallace, sucesor en 2049 de Tyrell Corp.).
Quizás
ya todos somos replicantes, arrojados desde el nacimiento a un mundo
incomprensible e inhabitable, un mundo de desarrollo tecnológico que
opera de acuerdo a cálculos en los que el desarrollo humano apenas sí
tiene cabida.
Quizás, después de todo, no sean tan distintos Deckard,
Roy Batty, Rachel, Gaff, K., Tyrell, Wallace, Joi o la teniente Joshi.
Son sus decisiones, y no su supuesta naturaleza, las que determinan su
identidad.
Quizás, en fin, no haya preguntas trascendentales,
metafísicas, que responder, más allá del acto inmediato e inapelable de
experimentar momentos irrepetibles en la vida que, necesariamente, se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.