Quizás ya todos somos replicantes (una nota al pie tras ver 2049)

16.10.2017

Quizás nunca fuimos otra cosa que replicantes.
Quizás, y desde el comienzo, los papeles estaban ya asignados y la única elección posible era qué hacer con ese papel que a uno le había sido dado sin haberlo elegido.

Tras el estreno en 1982 de Blade Runner, una de las dudas que surgieron sobre el film es si el personaje de Rick Deckard, interpretado por Harrison Ford, es él mismo un replicante (me pregunto, de pasada, si es sólo casualidad el parecido fonético con el nombre del filósofo que duda de su propia existencia, René Descartes). A este respecto, en una entrevista realizada a Rutger Hauer, que interpretó a Roy Batty, antagonista y en cierto modo alterego de Deckard, salió al paso de la polémica diciendo que en realidad no importaba si Deckard era un replicante o no, lo importante es que aún si fuese humano, se comporta como una máquina.

Máquinas con sentimientos humanos («es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?»); humanos que actúan como máquinas («no es agradable, pero forma parte de mi trabajo» dice Deckard a Rachel depués de que ella le haya salvado la vida disparando a uno de los Nexus 6 prófugos, «yo no estoy en ese trabajo», contesta ella, «yo soy ese trabajo»).
Arbitrariedad, pues, que decide la separación entre sujeto y objeto, entre humano y no humano. Arbitrariedad radical que decide quién debe vivir y quién debe ser retirado.

Pero también al contrario, hay una clara inversión de papeles entre humano y replicante en el tramo final de Blade Runner: de un lado, Roy rompe con la lógica que había seguido su personaje a lo largo del metraje, salvando a Deckar, quizás por amor a la vida, más allá de la suya propia, en uno de los momentos más memorables de la historia del cine, que culmina en aquel formidable monólogo «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais»; de otra parte, Deckar, el cazador de replicantes, huye con Rachel, negándose a cumplir su papel de blade runner, bajo la voz en off de Gaff, el policía aficionado a los origamis: «Lástima que ella no pueda vivir. Pero quién vive».

¿Qué es realidad, qué artificio, qué ficción? ¿Quién es humano, quién replicante? ¿En qué se distinguen los seres únicos e irrepetibles de los fabricados en serie? ¿Es legítimo el asesinato de una vida creada artificialmente, si se llama "retiro"? ¿Quién es libre, y quién esclavo? Juego de mutuas referencias, laberinto de separaciones (arbitrarias), espejos que se interpelan los unos a los otros.

Todos estos elementos vuelven a aparecer en 2049, si bien bajo una nueva perspectiva. En esta digna (aunque no perfecta) secuela/extensión de Blade Runner, ya en los 10 primeros minutos de metraje se nos informa de que el protagonista, K., es a la vez un replicante y un blade runner. Toda la trama, una investigación sobre acontecimientos ocurridos 30 años atrás, estará conducida por la necesidad de K. de encontrar (o, más bien, construir) su propia identidad.
Ese juego de conceptos cruzados, que ya aparecía en el film originario, vuelve a entrar en escena. Podemos nombrar (sin desvelar elementos de la trama de 2049) a Joi, la novia del protagonista, interpretada por Ana de Armas, que es un holograma programado para servir y atender los deseos de K., y a una jefa de la policía, la teniente Joshi, encarnada por Robin Wright, que más parece una deshumanizada máquina sin escrúpulos. A lo largo de la película, son los pellejudos quienes más firmemente expresan sentimientos: así es que el único personaje que dice «te quiero» es la novia electrónica de K., y es a los replicantes a quienes vemos llorar; por el contrario, los humanos actúan maquinalmente, ejecutando con frialdad planes que les son sobrevenidos (así la jefa de la policía, así el taller clandestino donde decenas de niños trabajan como mano de obra esclava, y así también el personaje de Wallace, sucesor en 2049 de Tyrell Corp.).

Quizás ya todos somos replicantes, arrojados desde el nacimiento a un mundo incomprensible e inhabitable, un mundo de desarrollo tecnológico que opera de acuerdo a cálculos en los que el desarrollo humano apenas sí tiene cabida.
Quizás, después de todo, no sean tan distintos Deckard, Roy Batty, Rachel, Gaff, K., Tyrell, Wallace, Joi o la teniente Joshi. Son sus decisiones, y no su supuesta naturaleza, las que determinan su identidad.
Quizás, en fin, no haya preguntas trascendentales, metafísicas, que responder, más allá del acto inmediato e inapelable de experimentar momentos irrepetibles en la vida que, necesariamente, se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

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