Siete formas cinematográficas de cataclismo capitalista
El capitalismo, al alimón de una
ingente capacidad de producción, ha desarrollado una (igualmente)
ingente capacidad de destrucción. Imagínese la secuencia
cinematográfica de la demolición controlada de un edificio,
imagínese la tunelación de una cordillera para hacer pasar, de
parte a parte de la roca, las vías del tren. Pues bien, esto son
sólo dos ejemplos menores.
El desarrollo de las fuerzas
productivas, conducidas por las necesidades inherentes al
capital, implica también un desarrollo de las fuerzas
destructivas. La industria militar, la mecanización y
robotización del trabajo, la energía nuclear, son sólo algunas de
las formas en las que el enorme poder de las sociedades capitalistas
actuales puede volverse sobre sí, como un guante reversible,
convirtiéndose en una amenaza de autodestrucción.
Dedicaremos este post (artículo/entrada/texto) a mostrar siete formas en las que el capitalismo ha llevado el desarrollo de las fuerzas destructivas hasta un punto temible. Esto es, siete formas cinematográficas de cataclismo capitalista.
1. La vieja amenaza nuclear.
Desde
los años 50 del pasado siglo, y hasta el fin de la Guerra Fría, fue
un temor recurrente el creer que la pervivencia de las civilizaciones
estaba en seria amenaza. El arsenal nuclear mundial tiene, en efecto,
una capacidad de destrucción difícilmente imaginable.
El
estallido de una guerra nuclear no sólo tendría la consecuencia
directa de la muerte de millones de personas y la destrucción de
ciudades enteras, como resultado del impacto de las bombas y la
radiación, sino que provocaría el inicio de un invierno nuclear,
que llevaría consigo la destrucción de la mayoría de formas de
vida vegetal, primero, y animal, después, provocando la mayor
situación de hambruna y desolación que ha conocido la historia de
la humanidad.
¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964) es sólo, en este sentido, una muestra de ese miedo latente que existía a la amenaza nuclear. La carretera (John Hillcoat, 2009), basada en la novela homónima de Cormac McCarthy pone en escena, a través de las vivencias de los coprotagonistas de la historia, las durísimas condiciones de vida de los supervivientes en ese escenario de invierno nuclear.
Paisaje desolado de La carretera.
Quizás sea menos conocido, sin embargo, que en varias ocasiones un fallo en los sistemas de detección pudo provocar el inicio de una guerra nuclear. Los años 1979, 1983, 1995, bien pudieron haber sido el año de inicio del fin del mundo tal y como lo conocemos (enlazamos una noticia en español del medio Russia Today, en la que se mencionan brevemente aquellos acontecimientos).
2.
La crisis climática.
Es
sabido que vivimos el inicio de un cambio climático que está
ocurriendo a escala planetaria. La subida de las temperaturas
atmosféricas, la desaparición del hielo polar y el retroceso de los
glaciares, la paulatina desertización y el cambio de patrón en las
precipitaciones de amplias regiones del planeta, etc., son hechos que
ya están ocurriendo hoy. Y estos cambios son resultado del sistema
capitalista y los modos de vida que este sistema impone: la
sobreproducción y el sobreconsumo como elementos que están en la
base de la emisión de gases de efecto invernadero.
El día después de mañana, o, sin más, El día de mañana, título en España de la misma cinta, (Roland Emmerich, 2004) es uno de tantos ejemplos cinematográficos de las consecuencias del cambio climático. En otra versión muy distinta, podemos ver los paisajes desolados omnipresentes en las diferentes entregas de Mad Max (George Miller, 1979). Cabe también destacar la muy celebrada en su día Una verdad incómoda (Davis Guggenheim, 2006).
Aunque el cambio climático es ya una realidad, lo cierto es que desconocemos el alcance y dimensiones que llegará a tener en un futuro más o menos cercano. La subida del nivel del mar podría hacer inhabitables actuales regiones muy pobladas de las costas mundiales; la desertización y la transformación de climas supondrá movimientos migratorios masivos, de dimensiones catastróficas para las zonas afectadas y para los países que acojan dichas migraciones; las hambrunas que aparezcan asociadas con la desaparición de tierras cultivables y los cambios climáticos. Estas son algunas de las consecuencias que podríamos sufrir.
3. El colapso
económico.
La
crisis económica iniciada en 2007 no ha sido la primera gran crisis
del capitalismo. Son incontables los antecedentes que pueden citarse,
incluyendo el muy conocido crack del 29. Pero lo más relevante es
que no será la última crisis de sobreproducción que conozcamos, ni
la más grave.
La intrínseca contradicción entre la inmensa
creación de riqueza y su muy segregado reparto; la creación de
enormes bolsas de miseria en la periferia de las grandes urbes; la
destrucción de riqueza real ante la cada vez más pujante economía
financiera; la ineludible ley de tendencia decreciente de
la tasa de ganancia; la
pretensión de un crecimiento infinito en un mundo finito y limitado.
Hechos que vaticinan nuevas y convulsas crisis económicas globales.
Distopía capitalista, en ocasiones dramatizada bajo el imaginario cyberpunk. Podemos ver ese brutal contraste de gigantescas riquezas y miseria de masas en películas, de calidad dispar, como Freejack (Geoff Murphy, 1992), 1997: Rescate en Nueva York (John Carpenter, 1981) o Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006). En otro tono, y ya no sobre crisis económicas futuras, sino sobre las consecuencias del crack del 29, el clásico Las uvas de la ira (John Ford, 1940), adaptación de la novela homónima de John Steinbeck.
Fotograma tomado de Hijos de los hombres.
El propio funcionamiento del capitalismo es, ya, de por sí, una amenaza contra la vida humana, pues crea intocables burbujas de opulencia en medio de una creciente miseria. La brecha creciente entre países ricos y pobres, y a su vez, en el seno de cada país, la brecha igualmente creciente entre sectores ricos y pobres, ofrece una alarmante perspectiva del camino por el que ocurrirán las cosas en las próximas décadas.
4. Una
hipotética III Guerra Mundial.
El capitalismo
siempre ha encontrado en la guerra un gran revulsivo. Al margen de
los pretextos ideológicos o morales que las naciones poderosas han
ofrecido a sus pueblos para llevarlos a la mutua matanza, lo cierto
es que la guerra tiene un papel principalmente económico. Ya para el
saqueo de recursos y riquezas (desde el oro y la plata en la
colonización de América, hasta el petróleo iraquí); ya para la
ampliación de zonas de influencia, sea mediante operaciones de
conquista militar (la Guerra de Corea, que dividió el país en dos;
la invasión de Vietnam, o de la Isla de Granda, entre otras muchas)
o a través de golpes de Estado teledirigidos (el asalto a la Moneda
durante el gobierno revolucionario de Salvador Allende, o más
recientemente la, supuestamente, espontánea insurgencia en Ucrania o
Siria); ya por el choque definitivo de las potencias que se disputan
la hegemonía mundial (desde las Guerras Napoleónicas a las dos
guerras mundiales del pasado siglo XX en las que Alemania pretendía
pasar a ser la nación que dirigiría el mundo, cada una de las
cuales fue más brutal y destructiva que la anterior).
El cine ha llevado a las pantallas el imaginario sobre posibles conflictos mundiales de diferentes maneras: la película adolescente Juegos de guerra (John Badham, 1983); la fallida Screamers: Asesinos cibernéticos (Christian Duguay, 1995), basada en el relato La segunda variedad de Phillip K. Dick, autor a la sazón de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, adaptada al cine en la imprescindible Blade Runner; o la muy recomendable y poco conocida Cuando el viento sopla (Jimmy T. Murakami, 1986), película británica de animación (disponible en castellano en Youtube).
Lo cierto es que al
filo de los 30 años de la caída del Bloque Soviético, la
decadencia de la potencia imperial estadounidense arroja sombras que
pueden hacernos sospechar una III Guerra Mundial. Hablamos, por un
lado, del conflicto abierto contra los países del mundo árabe
(palabra terriblemente equívoca esta de "árabe"), desde
la segunda Guerra del Golfo en Irak hasta la más reciente invasión
camuflada de Siria, pasando por la guerra en Afganistán y en Irak,
el Líbano, Libia, la tristemente histórica ocupación del
territorio palestino, la operación gatopardista surgida en Egipto,
etc. Por otra parte, el auge del polo Rusia-China (y sus países
aliados), que entra en confrontación directa con los intereses del
todavía polo dominante de la OTAN.
La conjunción de ambos
contextos (esto es, las guerras abiertas contra los países de
Oriente Próximo y Norte de África, y el conflicto con el polo
Rusia-China) hacen plausible el estallido de una nueva guerra de
escala global que desate la mayor destrucción que la
humanidad ha conocido.
5. Armas
biológicas incontroladas y agentes químicos.
Aunque el poder de
destrucción militar tenga en las armas nucleares su más temible
exponente, el arsenal de destrucción masiva no termina con las
bombas nucleares. Las armas biológicas (o bacteriológicas) y
químicas se han convertido, también, en una amenaza latente.
Hablamos de una amenaza que no se dirige contra edificios e
infraestructuras, ejércitos u objetivos militares estratégicos,
sino que se viraliza a través de la población civil o, en algunos
casos, en los alimentos cultivados. Son armas diseñadas, no para
lograr la victoria militar, sino para causar daños en la población
civil.
El llamado "agente naranja", utilizado por EE.UU.
en su fallida invasión de Vietnam, tenía la doble tarea de devastar
la selva, dejando al ejército vietnamita sin su cobertura, y
destruir los campos de cultivo. Se estima que unos 25.000 km2 fueron
arrasados con esta arma química (hablamos de una superficie
equivalente a la Comunidad Valenciana). Para algo más de desarrollo,
enlazamos un artículo que sobre el agente naranja publicó
Ecologistas en Acción.
La pandemia provocada (accidentalmente o no) por la acción humana ha sido también un tema llevado al cine. Podemos nombrar la excelente 12 monos (Terry Gilliam, 1995), basada en el mediometraje también apocalíptico La jetée de Chris Marker, o la saga mucho menos notable, aunque interesante en algunos aspectos, Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002). Cabe también mencionar, aunque no llegue al punto de la catástrofe de escala planetaria, la irregular Outbreak (Wolfgang Petersen, 1995), conocida en España como Estallido, cuya trama gira en torno a la llegada a EE.UU. de un virus semejante al ébola.
Imagen de 12 monos.
En 1975 entró en vigencia la Convención de Armas Biológicas, que con el tiempo ha sido suscrita por casi todas las naciones del mundo, por la que los países firmantes se comprometen a no desarrollar, ni producir, ni almacenar, ni adquirir, este tipo de armas. Ello no obstante, en estos últimos cuarenta años, los arsenales de armas biológicas no han dejado de proliferar.
6. La rebelión de las máquinas.
La robotización y la mecanización del
trabajo es, cada día más, un hecho efectivo. El proceso de
producción ha pasado del taller de trabajo manual (siglo XIX) a la
gran industria fordista (siglo XX) y, actualmente (inicios del siglo
XXI), a la programación y la automatización. Buena parte de la
producción de bienes y servicios ya no requiere de una masiva mano
de obra, y sigue procesos programados, cada vez menos dependientes de
la intervención humana, y cada vez más autónomos a través de
sistemas de inteligencia artificial.
Nótese que ello debiera ser
percibido como algo totalmente positivo: para producir una riqueza,
digamos, de valor X, hacen falta menos recursos y menor cantidad de
tiempo de trabajo, de manera que ello, en principio, abarata costes y
permite reducir la duración de la jornada laboral. No obstante, en
un contexto de sociedad capitalista, la robótica y la mecanización
del trabajo, precisamente por exigir una menor mano de obra, se
convierten en una amenaza de destrucción de puestos de empleo y
bajadas en los salarios.
Ambos factores, a saber, la cada vez
menor dependencia de la intervención humana en la producción, y la
amenaza de una paulatina pauperización en las condiciones de vida
para la mayoría social (esto es, la que depende del trabajo como
medio de subsistencia), son, a nuestro juicio, los factores que
explican que haya surgido en el cine todo un subgénero dedicado a la
rebelión de las máquinas contra la humanidad. Las sagas de Matrix
(Lilly y Lana Wachowski, 1999) o de Terminator (James
Cameron, 1984), nos muestran un mundo apocalíptico en el que la
dominación mundial ha pasado de los seres humanos a la inteligencia
artificial, llevando al borde de la extinción a nuestra especie.
Tal
vez, también podríamos nombrar en este apartado, aunque en clave
diferente, el clásico de la ciencia ficción 2001: Una
odisea en el espacio (Stanley
Kubrick, 1968) la antes mencionada Blade Runner (Ridley
Scott, 1982), Alien
(Ridley Scott, 1979) o Yo, robot (Alex
Proyas, 2004).
De un carácter mucho menos realista, esto es, mucho menos apegada a un escenario plausible, algunas de estas películas nos muestran cómo las sociedades actuales han alcanzado un elevadísimo desarrollo tecnológico, en el que, no obstante, la acción humana ha dejado de ser quien dirige las acciones y procesos, convirtiéndonos, más bien, en factores secundarios de un mundo tecnificado que actúa por sí solo, y en el que ejercemos de meros operarios.
7. Energía nuclear.
Al margen del evidente poder de
destrucción de las armas nucleares, numerosos colectivos ecologistas
y organizaciones de la izquierda política llevan años realizando
campañas para alertar de los peligros que encierra el uso civil de
la energía nuclear. Los conocidos accidentes de Chernóbil en 1986 y
de Fukushima en 2011 pusieron la cuestión a debate público. Sin
embargo, no son los dos únicos casos de accidente nuclear que se han
producido en la historia.
Para una mínima información al
respecto, enlazamos este artículo de El País, en el que se cita una
docena de casos más, muchos de ellos completamente desconocidos para
la opinión pública.
Podemos señalar varias películas, no
tan conocidas como la mayoría de las nombradas anteriormente, en las
que se refleja este peligro. Silkwood (Mike Nichols, 1983) o
la japonesa The land of hope
(Sion Sono, 2012) pueden ser buenos ejemplos de ello.
Quizás
quepa incluir aquí, aunque de una forma bien distinta, el clásico
soviético Stalker (Andrei
Tarkovsky, 1979).
Fotograma de Land of hope.
Debemos señalar
las exigencias de mantenimiento que requieren las centrales
nucleares, un mantenimiento que, como todo proceso industrial, está
sometido a eventuales errores (cuyas consecuencias pueden ser
letales), y sin el cual las plantas de energía nuclear son
enormemente peligrosas. A ello, además, debemos añadir el problema
(no resuelto aún) que entraña la gestión de los residuos.
Cabe,
también, apuntar el enorme daño que pueden producir, por ejemplo,
en un escenario de conflicto bélico. Así, en 2001, tras los
atentados en las Torres Gemelas de Nueva York, se comprendió la
gravedad que podría alcanzar un ataque terrorista sobre una central
nuclear; o los incalculables daños que produciría un bombardeo
sobre una de estas instalaciones.
Con los medios
disponibles hoy en día, las llamadas energías verdes son
insuficientes para suplir la ingente cantidad de energía producida.
Ello nos conduce a la aporía del creciente desarrollo en la
producción de energía: si el uso de energía basada en los
hidrocarburos conlleva un escenario de calentamiento global, la
energía nuclear puede suponer el accidente radiactivo; aporía que
diferentes autores ecosocialistas han tratado de resolver a través
de propuestas de decrecimiento (en este aspecto, reducir de forma
racional la cantidad de energía que se produce).
Se hace
imprescindible, en cualquier caso, una gestión centralizada y
democrática (en una palabra, socializada) de la producción
energética, que garantice el suministro básico y reduzca los
riesgos ambientales, especialmente en este sector económico, clave
para la articulación de otros sectores de la economía, frente a la
lógica capitalista de la obtención beneficios aunque ello conlleve
un terrible coste humano y medioambiental.
* * * * *
Post scriptum:
Este artículo no pretende ser un grito
alarmante y desesperado. Se trata, más sencillamente, de comprender
que el desarrollo del capitalismo comporta también, por su propio
funcionamiento, el desarrollo de una enorme capacidad de destrucción. Esta capacidad
de destrucción, que es real, no tiene por qué alcanzar las
proporciones apocalípticas que hemos visto llevadas al cine; aunque
esas películas sí deben servirnos para hacer una reflexión sobre
las formas de vida que el capitalismo determina.
Frente a la
barbarie del desarrollo de las fuerzas destructivas y a las
formas distópicas de poder que se están imponiendo en el mundo,
reivindicar la necesidad de construir una sociedad futura en la que
el bienestar humano y el cumplimiento de las garantías de paz y una
vida en condiciones dignas estén en el centro de las tareas
políticas, sociales y económicas.
Se trata, en fin, de
comprender que nos enfrentamos a la vieja dicotomía luxemburguista:
socialismo o barbarie.
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