Un nombre
Una vez tuve un nombre.
No
era un gran nombre. Al contrario. Era un nombre modesto, a veces
minúsculo, era un nombre manejable, hecho a mi escala.
Iván
de la Casa, ese era mi nombre. Que no tiene el peso imponente, casi
titánico, de un Napoleón Bonaparte; ni suena a silbido biperino
como un Grigori Yefímovich Rasputín; tampoco tiene la acústica
casi mítica de un Ernesto Che Guevara ni infunde el respeto de un
Vladimir Lenin.
Iván de la Casa. Que tiene algo de doméstico, cotidiano, digamos, un nombre de andar por casa, y tiene también algo cómico, irrisorio, algo como de broma. Suficiente para poder acudir a los festejos familiares, a las reuniones con amigos, y no sentir bochorno de mí mismo. Suficiente para asistir a la sesión nocturna de cualquier cine, a los cursos sobre filosofía política, a la cola de la panadería, y no tener la sensación de estar como desarmado, como desmontado, en piezas inconexas. Suficiente para enfrentarme diariamente al espejo y no sentir un escalofrío de puro extrañamiento, un súbito ataque de pánico.
Me
llevó años llegar a tener ese nombre. Creo que lo obtuve de una
fortuita mezcla de terquedad, buenas intenciones (no necesariamente
acertadas intenciones), pequeños logros y un buen número de sonoros fracasos.
Ahora ni tan siquiera sé cómo firmar los poemas que escribo, estas
palabras dispares/disparates que salen qué sé yo de qué lugar de mí.
Me
llevó años llegar a tener ese nombre, y dudo mucho que consiga
tener otro.
Y era tan hermoso el tener un nombre.