(Un Puñado de) Retratos en el Tiempo del Capitalismo Global

19.12.2017

William Stalin es un adolescente de origen costarricense, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en España. Acá tiene a sus amigos del instituto y el grupo de chicos y chicas del barrio, a su madre y su hermana menor (ignoro qué fue de su padre, y no me atrevo a preguntarle al respecto). Acá están las cosas que le gustan. El bar donde se junta con dos o tres amigos para ver los partidos del Barça (y que realmente disfruta cuando el Barça gana); la discoteca (o la palabra que usen los jóvenes para decir "discoteca") a la que va los fines de semana por la noche; la casa de su vecino Miguel, donde algunas tardes juega con él al Fifa (un videojuego de fútbol, según me explica). Acá en España tiene, por decirlo en una palabra, su vida.
Su madre trabaja de dependienta en una tienda de ropa y complementos, de 10h. a 14h. y de 16h. a 20h., por lo que William Stalin cuida de su hermana durante buenta parte del día. Se le ve un joven amable y divertido, y me trata de forma muy educada y respetuosa. Es buen estudiante, según he podido saber. Dice que, como en casa andan apurados de plata, quiere tener una buena profesión para ayudar a su madre el día de mañana. Dice que le gustaría volver a Costa Rica, pero sólo de visita, para ver a sus abuelos y primos, con quienes habla cada mes por teléfono, pero a quienes no ha visto desde que era un niño. Dice que en España hay más racismo de lo que parece. Dice que no quiere tener novia aún, porque es muy joven y los jóvenes, arguye, deben ser libres. Dice, cuando le pregunto al respecto, que no sabe qué espera de la vida.

Victoria no habla mucho, es una chica reservada. No fallé cuando, tratando de adivinar, le dije que debe de tener unos 22 ó 24 años (a la inversa, ella me echó a mí ocho años menos de los que tengo). Tiene los ojos grandes y rasgados, parcialmente camuflados tras una gafas redondeadas, en los que habita una mirada curiosa y atenta a todo lo que pasa a su alrededor, como quien acude a un espectáculo, no a actuar y ser coprotagonista de la acción, sino a dejarse llevar internamente por lo que ocurre ante ella, como espectadora, reservando para sí misma los pensamientos y emociones que le suscitan los acontecimientos. En su forma de mirar creo percibir (o tal vez me equivoco) una especie de tímida modestia, más preocupada en su trato por la comodidad de los demás que en la suya, aunque a veces se relaja y juguetea, entre sonrisas, cuando cruza breves frases en su lengua natal con Eva y Elena, con quienes mantiene una evidente complicidad.
Sus silencios, su risa, su pose tranquila. Me inspira ternura, y me produce una gran curiosidad. Quizás sea por mi punto de vista occidental (androcéntrico, un tanto inquisidor y quizás algo petulante) que veo en ella algo como un enigma, un misterio que guarda sólo para sí y que a penas puedo intuir. Me pregunto qué piensa cuando me mira sin decir palabra, sin cambiar su gesto, mientras yo hablo. Me pregunto qué opinión tendrá de mí, si ya me ha adivinado como el perfecto idiota que soy, o si aún mantengo la falsa imagen de bufón chistoso con la que cubro (y encubro) al tipo socialmente torpe e inseguro que soy. Me gustaría saber su nombre real (Victoria es una especie de segundo nombre inventado, con el que hacer más fácil su estancia en España), y me gustaría saber pronunciarlo sin que suene como una ofensa a la fonética china.
Quisiera volver a verla (a ella, y también a Eva y Elena, los cuales tampoco son sus nombres reales) y quizás, si ella me lo permite, poder adentrarme, aunque sea sólo unos peldaños, en ese enigma que ella es para mí.

No sé su nombre. No sé ninguno de sus nombres. Simplemente, estoy en un vagón del metro y, en cualquier parada, entra una figura distinta a las demás. Desarreglado, con ropa gastada o probablemente sucia. Habla para todos los que estamos allí, aunque el ruido de la maquinaria en el túnel puede hacer inaudible parte de lo que dice. Nos dice que era albañil, pero que lleva muchos años en paro. O nos dice que tenía un pequeño negocio, pero que por las deudas tuvo que cerrarlo. O nos dice que enviudó y que no encuentra modo de ganarse la vida, pues era su marido el que tenía un empleo fijo. No recibe ninguna ayuda del Estado. Lleva meses viviendo en la calle, nos dice, y para sobrevivir va pidiendo una ayuda, alimentos, ropa, alguna moneda suelta. Quizás ofrece a cambio un paquete de pañuelos de papel, o lee poemas, o da una pequeña octavilla con una frase de algún célebre pensador.
Mantiene su dignidad como mejor puede. Trata de ser amable, incluso cuando se encuentra frente a la indiferencia o la desconfianza. En alguna ocasión yo me acerco, le doy alguna moneda, y trato de ofrecerle unas palabras de ánimo, «sigue luchando», «mucha fuerza, compañero», algo así. Comprendo que, en el tiempo que vivimos, la miseria se esparce por todos los lugares del mundo, mientras una selectísima minoría se hace cada vez más millonaria. Es la lógica del capitalismo global, en el que la concentración de más y más riqueza sólo puede ocurrir al coste de producir enormes bolsas de exclusión y pobreza. Y pienso que quizás algún día yo me vea así, entrando en un vagón de metro, diciendo a un montón de desconocidos que una vez tuve un empleo y una vida, pero que ahora sobrevivo pidiendo ayuda de los demás.
Esta persona agradece a quienes le han ofrecido unas monedas o una palabra amable, se baja a toda prisa del vagón en la siguiente estación, para subir al vagón siguiente y continuar su ronda. Se marcha y quizás nunca le vuelva a ver. Quizás unas cuantas paradas más adelante, o, a mucho tardar, al día siguiente, entrará en mi vagón otra persona en unas circunstancias parecidas, se repetirá una escena similar. Mi corazón se encoge. Siento ganas de llorar.

Pilar va a cumplir 69 años el próximo mes de febrero. Vive de la (modesta) pensión de jubilación, que se ha ganado tras ni sé cuántos años, treinta o cuarenta, de duro trabajo. Tiene tres hijos (los tres varones) y un nieto (también varón), que es su alegría y su gozo.
La vida de Pilar no fue fácil. Siendo una muchacha, casi ni llegaba a adolescente, se marchó de su pueblo natal, en la provincia de Cuenca, para vivir en la gran ciudad. Sus padres y hermanos habían hecho ese mismo viaje algunos años antes que ella. Me resultó muy gracioso, por inesperado, saber que, cuando tenía unos 18 ó 20 años, se hizo amiga de un grupo de militantes de la ORT (organización maoísta durante la dura clandestinidad del Franquismo). De los años siguientes no tengo una cronología demasiado clara, qué ocurrió antes y qué después. Sé que trabajó en una fábrica de camisas en el polígono industrial de Marconi. Y sé que tuvo la desgracia de conocer y casarse con el peor tipo que conoció, un hombre egísta, derrochador y posesivo, que gastaba más dinero del que ganaba (que era bastante, dado que se dedicaba a fabricar a mano carísimos abrigos de piel) en el juego y en la bebida y, eventualmente, en prostitutas; un hombre que la maltrató durante muchos años, haciéndole un enorme daño a nivel psicológico y sometiéndola a vejaciones, amenazas y a violencia física. Logró huír de él, lo recuerdo lejanamente y como en imágenes sueltas (yo tenía unos tres años), el día que, borracho una vez más, la amenazó con matarla a ella y a sus tres hijos. Los años siguientes, de los que conservo un recuerdo más nítido, al estar yo algo más crecido, trabajó mañana, tarde y noche, para saldar las deudas que su (ya entonces) exmarido había dejado, y para sacar adelante, con la única ayuda de sus padres y hermanos, a los tres hijos que aún habría de criar. Durante muchos años vivió, aún, con un terrible miedo a encontrarse con su exmarido, miedo a que él apareciera cualquier día en cualquier lugar para hacerle daño. Pilar nunca volvió a tener pareja. Supongo que le dolía demasiado; supongo que el amor es hermoso cuando (y sólo cuando) las cosas van bien, cuando (y sólo cuando) se puede dormir toda la noche de un tirón, sin darle vueltas y vueltas a los mil y un problemas que lo asedian a uno; supongo que para ella el amor exige un sobreesfuerzo que a penas trae consigo algo que valga la pena.
Sus amigos íntimos y sus familiares la llaman Pili. Hoy vive en el barrio obrero (venido a menos) de Villaverde, en Madrid. Creo que posiblemente vive los años más felices de su vida.

Gonzalo viste ropa elegante, incluso cuando está en su casa, donde me recibe en compañía de sus hijos, niño y niña, de dos y cinco años de edad. Creo que trabaja en el sector bancario, o tal vez es abogado o técnico de Hacienda, o quizás es ingeniero para alguna empresa puntera del sector. Gonzalo, no me cabe duda, es una buena persona, tan buen marido y padre como se puede ser, tan amable en el trato como amistoso con sus vecinos. Trata de hacer las cosas lo mejor que sabe y puede, y estoy seguro de que es un tipo capaz y competente. Tiene una concepción del mundo y de la vida muy conservadora. Vive su vida sin hacer mal a nadie, y de acuerdo a viejas tradiciones (religión católica y unos preceptos morales, que poco tienen que ver conmigo) según las cuales ordena su vida. Probablemente cree que la ley es igual para todos, cosa que, a mi juicio, puede ser formalmente (y sólo formalmente) cierta, pero que encubre el hecho de que esa ley es un instrumento de poder (¿quién tiene, después de todo, derecho a comprar y vender fuerza de trabajo?, ¿quién tiene, efectivamente, acceso a privilegios sociales y quién vive en la parte estrecha del embudo?). Probablemente cree que una sociedad debe mantener un orden, ante lo cual yo podría mostrarle que ese orden al que él alude es tan sólo el orden que conviene a cierta estructura económica (el capitalismo) y a ciertas relaciones sociales (la propiedad privada de los medios de producción, sobre la que se articula todo nuestro sistema económico, social y político). Probablemente cree que las empresas tienen el papel social de producir riqueza y distribuirla, creando empleo y comerciando con esa riqueza creada, cosa que sería fácilmente desmontable si atendemos a quién crea la riqueza con su trabajo y quién se beneficia de esa riqueza sin haber participado, no obstante, de su producción. Pero no hay modo. No le digo ninguna de estas cosas, sé que no tengo manera alguna de convencerle.
Acepto de buen grado su invitación a tomar un café en su casa. Me abstengo de fumar un cigarrillo con el café, ya que sé que en su familia no son fumadores. Conversamos sobre temas dispares. Su familia, su juventud en Salamanca, intercambiamos anécdotas universitarias de tiempos que nos son, ahora, tan lejanos. Media hora después, me despido afectuosamente, agradeciéndole la agradable charla y el café y la acogedora estancia en su hogar.


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