Un problema filosófico: movimiento y dialéctica (I).

07.03.2018

De la aporía heraclíteo-parmenídea a Hegel.

En la historia de la filosofía, ya desde sus orígenes, el concepto de movimiento ha supuesto un problema de difícil resolución. ¿Cómo algo que cambia (de aspecto, de propiedades, de posición, etc.), puede ser, empero, él mismo? ¿Cómo conciliar el hecho de que algo en constante transformación permanezca idéntico consigo mismo? Si A y B son cualitativamente distintos, ¿cómo podría ser que A llegue a ser B?

El movimiento como aporía

Ya en Parménides y Heráclito (ambos vivieron a finales del siglo VI a.C. y comienzos del V a.C.), el movimiento se presenta como cuestión central, aunque la plantean de manera opuesta. Para ambos el cambio supone una aporía, y cada uno de los dos la resolverá de modo contrario, como si uno fuese el reflejo invertido del otro.

Para Heráclito, el cambio es el garante de la identidad. Así expresa, por ejemplo, que "son distintas aguas las que bañan a quienes se meten en el mismo río"; en los fragmentos que se conservan de su obra aparecen una y otra vez elementos paradójicos y figuras contradictorias, y en ellos el fuego y el agua son ejemplos de aquello que es idéntico a sí mismo pero siempre está en permanente movimiento, siendo a la vez igual y desigual a sí mismo; una filosofía que quedó resumida en el celebre pánta hreî [πάντα ῥεῖ ], "todo fluye", señalando así que todo está siempre en constante cambio, y que es ese cambio lo que garantiza la identidad de cada cosa consigo misma.
En Parménides, de manera inversa, la identidad de algo sólo queda garantizada en la inmovilidad, en la ausencia total de cambios. Se trata de una concepción de la verdad como eterna, inmutable, válida para todo lugar y época; a su vez, aquello que muta, que se transforma con el tiempo, que a veces se presenta de un modo y otras veces se presenta de otro, es sentenciado por Parménides a ser falso, mera opinión carente de fundamento. Tanto es así, que uno de los más conocidos discípulos de Parménides, Zenón de Elea, desarrolló varias paradojas para explicar que el movimiento es imposible (recordemos que en griego antiguo, cambio y movimiento se expresan con el mismo término, kínesis [κίνησις]): la paradoja de la flecha, que debe atravesar infinitos segmentos del espacio para llegar a su diana y que, por tanto, nunca logra alcanzarla; es más, de hecho nunca llega a salir del arco, pues para avanzar alguna distancia, debe antes avanzar un segmento de esa distancia total, y antes de ello, un segmento de ese segmento, y un segmento del segemento del segmento, y así infinitas veces. O la conocida paradoja de Aquiles y la tortuga. Según esta paradoja, Aquiles, el de los pies ligeros, nunca logrará alcanzar a la tortuga, pues en el tiempo que Aquiles tarda en llegar a la posición que tenía la tortuga, ésta habrá avanzado un cierto espacio; para recortar esa distancia, Aquiles tardará algún tiempo (no importa cuánto, si mucho o poco), y en ese tiempo la tortuga habrá vuelto a avanzar, manteniéndose de nuevo delante de Aquiles; tantas veces como Aquiles llegue a la posición de la tortuga, ésta habrá avanzado algo, por poco que sea, permaneciendo inalcanzable para el veloz Aquiles.

Ambas concepciones, como decíamos, opuestas y en cierto modo reflejo inverso una de la otra, entienden el movimiento como paradójico, como impensable. En Heráclito como garante de la verdad oculta de las cosas; en Parménides como lo inefable, lo falso, terreno de meras opiniones carentes de toda verdad.
Un problema irresuelto, incluso en tiempos de Platón, que persiste en preguntarse cómo de lo pequeño puede surgir lo grande y, también, a la inversa, y cómo se produce la corrupción de las cosas.

El movimiento, de la potencia al acto

Habrá que esperar a mediados del siglo IV a.C. para que la aporía se resuelva. Será Aristóteles, cuyo sistema dotó de un armazón completo a todo el saber occidental de su época hasta la modernidad, quien dé una respuesta a la cuestión del movimiento.
¿Cómo puede, entonces, una cosa llegar a ser otra? Aristóteles hace pensable el movimiento a través de la distinción entre acto y potencia. Este paso es posible en virtud de una concepción teleológica de la naturaleza, esto es, una concepción en la que la finalidad (télos [τέλος]) es entendida como causa del movimiento. Así, el niño llega a ser adulto, y lo hace manteniendo su propia identidad, porque siendo niño en acto, ya es adulto en potencia; está en la naturaleza del niño el hacerse adulto. Dicho de otro modo, y de forma más general (aunque muy poco aristotélica), A llega a ser B porque ya es B de forma latente, en potencia; A ya contiene B desde el comienzo.

La aporía del movimiento queda, pues, resuelta. Ello no obstante, importantes elementos de la concepción heraclítea y parmenídea seguirán formando parte del saber occidental: la idea de la mutabilidad de todas las cosas; la concepción de la verdad como universal, eterna e inmutable; la persistencia del laberinto del continuo de Zenón como problema incluso para la mecánica clásica.

La dialéctica hegeliana

Durante los siguientes siglos, serán muchas las cuestiones que vayan incorporándose al pensar filosófico. Así, la libertad, que no era un tema en la filosofía clásica, ocupará un lugar muy relevante para la escolástica medieval. Así también la teoría del Estado y la filosofía política, que cobrarán un gran peso desde el Renacimiento y con la aparición de los estados modernos, de Maquiavelo a Rousseau. Posteriormente, con la Revolución Francesa, la historia se convertirá en objeto de estudio para la filosofía.

Probablemente fue Kant el primer autor en tematizar la historia en el discurso filosófico y, tras él, toda la corriente del idealismo alemán, siendo Hegel el autor que hizo del desarrollo histórico una pieza central en su obra filosófica. En el sistema hegeliano, en cuya base se encuentran el sujeto trascendental kantiano y la doctrina de la ciencia de Fichte, la Razón se realiza (se hace realidad) en la historia, desplegándose y concretándose en cada etapa histórica. Nótese el encaje que ello tiene con la idea ilustrada y positivista de que en la historia se da una evolución continua hacia formas progresivamente más racionales.

En la Lógica hegeliana coexisten la identidad y la contradicción de Parmédines y Heráclito: la inmutabilidad de la Razón, la mutabilidad de la historia; la identidad fijando cada etapa, la contradicción garantizando el movimiento y el paso a la etapa siguiente; ello, sobre la base de las célebres triadas establecidas por Fichte: tesis (posición) o momento fijado, antítesis (oposición) o momento de la negación en el que se manifiesta la contradicción interna existente en la tesis, y síntesis (composición) o negación de la negación que supera la contradicción.
Este movimiento, que se establece en tres pasos, en tres momentos, suele caracterizarse con la frase del propio Hegel "todo lo real es racional, todo lo racional es real". Es el movimiento lo que garantiza la realización de la Razón en la historia, a través del proceso dialéctico (tesis A, contradicción interna noA, síntesis superadora B) y del salto de lo cuantitativo a lo cualitativo (esta idea de la conversión de la cantidad en cualidad es utilizada, incluso hoy, en el discurso científico, por ejemplo, para explicar la diferencia entre varios compuestos cualitativamente distintos sólo en base a un diferencia cuantitativa, como serían los diferentes ácidos que se pueden obtener con la serie CnH2nO2, o para explicar el salto cualitativo que hay entre una neurona o un pequeño grupo de neuronas y una red neuronal, o, por poner un último ejemplo, para explicar la enorme biodiversidad que se deriva de las diferentes combinaciones de cuatro únicos nucleótidos ACGT en los que se secuencia el ADN).

En el sistema hegeliano, la realidad sería, por tanto, la unidad orgánica de la esencia (la Razón) y la existencia (la historia). Una Razón que se hace carne, se convierte en hecho consumado, y que permite postular un futuro fin de la historia, en el que la esencia se habrá realizado plenamente.

Para un materialismo dialéctico

Marx y Engels se servirán de la concepción hegeliana de la historia, entendiendo ésta como proceso en permanente movimiento, pero haciendo hincapié en la necesidad de invertir la dialéctica, "que estaba cabeza abajo en Hegel".
Partir de una concepción materialista de la historia, en la que son las condiciones estructurales las que definen cada etapa, y no una Razón preexistente que se realiza teleológicamente; una concepción materialista de la historia, que muestre que esas condiciones estructurales se definen por la irreconciliabilidad entre las clases sociales que están en la base de cada época; una concepción materialista que explique, a su vez, el movimiento histórico, el cambio de fases que se ha ido produciendo a lo largo de la historia, para lo que se servirá de la dialéctica hegeliana, mostrando que el movimiento se produce con la agudización de las contradicciones internas, de tal suerte que cada período histórico lleva ya, en su seno, el germen de su propia destrucción.

Todo ello nos conduce a una serie de preguntas, que habremos de poder contestar en otro post. Algunas de estas preguntas podrían ser:

¿Estamos ante una concepción materialista de la historia, o ante una concepción dialéctica de la historia?
¿Cuanto más materialista es el pensamiento marxista, hay en él menos dialéctica? ¿O es a la inversa? ¿O, acaso, materialismo y dialéctica están en Marx en proporción directa? ¿No hay en Marx un cierto primado de la Lógica dialéctica sobre la materia histórica? ¿No estaría, entonces, incompleta la tarea de invertir la dialéctica hegeliana?
¿Qué hay de la célebre locomotora de la historia? ¿Ésta se conduce sobre vías dialécticas?

Retomaremos todo ello.


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